La última ciudad 2.-
El australiano era un hombre bueno. Se lo habían dicho los dioses en un sueño, donde lo había visto pescando en el río Dulce, rodeado de luz, la luz benefactora de Hunab-Cu, el señor de Universo, el poderoso. Tomaba a los animales en la arena y los abría con un largo cuchillo de pedernal, como los sacerdotes en los sacrificios. Había curado con su medicina blanca a su hijo Pedrito, que había sido mordido por una serpiente, sin importarle perder dos importantes días de su expedición, dos días en los que, según su guía indio, llegarían a donde había un extraño bajorrelieve que alimentaba aún más la leyenda de la Última ciudad.
El indio sabía que ese lugar por donde el guía llevaría al australiano y los otros hombres blancos era inexistente. Solo encontrarían selva y arenas movedizas.
El guía lo sabía también, pero igual cobraría su jornal de 7 dólares.
"Debemos usar el helicóptero, el suero tiene que estar cuanto antes, o el niño morirá."
"Peter, el helicóptero está preparado para la expedición, no tenemos dinero para más combustible, ni podemos pedírselo al Instituto, hemos perdido ya 3 mese en ésta selva, sin ningún resultado."
"No puedo dejarlo morir, no puedo aunque todo fracase" había respondido. "Ese niño es mucho más importante que cualquier descubrimiento arqueológico que podamos hacer. Es una vida."
Luego, la extraña medicina blanca contenida en un frasco, había saldo la vida de su hijo.
¿Podía quedarse cruzado de brazos mientras otros se aprovechaban de su ignorancia? ¿Podría confiarle ese secreto que había descubierto hace más de 15 años en los impalpables senderos de la selva?
Hunab-Cu no lo bendeciría con su luz si no lo deseara, como lo había visto en su sueño, igual debería afrontar una prueba con la cual los dioses decidirían que pasaría finalmente.
Había terminado su cigarrillo, cuando el indio se acercó.
Mañana si Dios así lo quiere... continuará...
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