Un recreo especial

     Éramos niños. Un año atrás, había sido el Mundial España 82 y la fiebre por el fútbol todavía parecía vivir dentro de nosotros. También había terminado la triste aventura militar de la Guerra de Malvinas, pero ésa es otra historia. Nosotros éramos niños y solo sabíamos de jugar.
Habíamos salido tarde al recreo por una suma de cosas o de despropósitos de las maestras, y teníamos todo el patio para nosotros. Con varios calcetines viejos y otros trapos, hicimos una pelota decente y decidimos convertirlo en un campo de fútbol, de extremo a extremo con cuatro pequeños árboles haciendo de palos de los arcos imaginarios. 
Yo no era el mejor ni mucho menos. Pero en una época hermosa en que los niños no habían sucumbido al terrible bullyng, me aceptaron para sumar los 11 jugadores, aunque jugara mal.
Ellos estaban trabados frente al arco de la izquierda y yo, más allá de la mitad de la cancha. Entonces, de algún pie, partió un pase enorme y yo lo tomé y comenzé a avanzar hacia el otro arco.
¿Me perseguían los defensores? No lo recuerdo. Solo sé que estaba ya frente al arco y disparé mi mejor tiro y todos, los míos, los adversarios se unieron en el grito de guerra que todo jugador desea escuchar: ¡Gol!
Me llevantaron en andas y aunque hoy nadie lo crea, ése fue el único gol de nuestro improvisado juego. El timbre sonó y debimos volver al aula.
       En las semanas siguientes la Directora del colegio prohibió el fútbol por temor a accidentes con los niños más pequeños. Nos quedaron las figuritas y otros tantos juegos que no recuerdo. A mi, el grito de Gol y haberme subido al podio de los ídolos, aunque solo fuera, durante un recreo especial.   


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